El Gobierno de Evo Morales, como otros de la región, debe enfrentar el alza mundial de los precios de los alimentos. Lo hace en el ambiente de volatilidad y expectativas inflacionarias que causó su intento de subir la gasolina a fines del año pasado. Y luego de haber perjudicado la inversión privada en el sector alimenticio, entre otros clave de la economía, por cinco años seguidos. Y, para colmo, con un método comprobadamente fracasado: el control policial de los precios y la importación directa por medio de una empresa estatal que funciona poco y mal.
Un primer episodio de esta “tormenta perfecta” fue la prolongada carestía de azúcar de los últimos meses, la cual sigue arrastrándose hasta hoy. ¿Por qué no hay azúcar? La demanda aumentó; la oferta no siguió su ritmo debido a la inseguridad jurídica y otros problemas, y el precio internacional del producto creció significativamente, alentando su exportación.
En las últimas semanas, mientras la gente hacía colas por todas partes para comprar este bien, desaparecido de los mercados, el Gobierno persistía en una misma estrategia: fijar el precio en la mitad del valor internacional, movilizar policías a las tiendas de abarrotes y hacer importaciones que luego vendía directamente a unos cada vez más ansiosos consumidores.
Como era previsible, con esto sólo aumentó el nerviosismo de la población y generó la expectativa de que se podía encontrar azúcar al precio oficial, algo que únicamente era verdad para los que aguantaban las colas enormes y además tenían suerte; o, ilegítimamente, para quienes estaban “conectados” con el Gobierno. Montones de quintales de azúcar “aparecieron” en la casa de un conocido concejal y en la empresa de una ex ministra de Morales. Todo esto –y en especial las larguísimas colas– azuzó la especulación comercial del bien.
Los bolivianos son muy susceptibles a la inflación y a la carestía. La mayoría se alimenta con un conjunto muy limitado de alimentos básicos, entre los cuales el azúcar ocupa un importante papel. Otros son el fideo, el arroz, el pan, el pollo. El 70 por ciento dedica alrededor del 70 por ciento de sus ingresos a comprar estos alimentos. Por otra parte, el 80 por ciento de la población trabaja de forma independiente en la economía informal, por lo que rara vez puede compensar la inflación con un aumento de ingresos. Por eso es que aquí se rechaza tan fuertemente cualquier incremento; por eso hay tanta gente que forma colas de un día para ahorrar 10 centavos de dólar por kilo.
Enfrentado a las posibles consecuencias políticas de su intento de manipular el mercado, el Gobierno comprendió que debía retroceder. Permitió entonces que el precio del azúcar se elevara hasta el nivel internacional. Gracias a esto la carestía ha menguado, pero no se ha eliminado por completo. La intranquilidad de la gente, su falta de confianza en las autoridades económicas, que habían desaparecido en las últimas décadas, han retornado y hacen la normalización de la vida económica mucho más difícil. Al mismo tiempo, ha subido la leche y las tarifas del transporte, lo que alienta el revuelo.
El desafío de fondo es el de la producción de alimentos, por lo menos de los 15 bienes que forman la dieta de los pobres. La inseguridad jurídica de estos años ha contenido seriamente las inversiones en el sector agropecuario. A cambio, el Gobierno pretende propiciar las importaciones alimentarias mediante la revaluación del boliviano. Pero con esto importa también la inflación internacional. ¿Cómo atender, en estas circunstancias, los brotes agudos de la crisis alimentaria? ¿Cómo, a mediano plazo, mejorar la capacidad productiva del agro?
Según los expertos, se requiere de decenas y hasta cientos de decisiones relativas a la importación pública de algunos productos, así como la distribución adecuada de los mismos por canales de mercado y no burocráticos. También son necesarias decisiones para alentar programas de riego, importación de fertilizantes y semillas, etc. Las instancias estatales que se ocupan de estos asuntos son muchas, no tienen capacidades técnicas y actúan con poca coordinación. Una respuesta adecuada sería el nombramiento de un ministro que se ocupara de dirigirlas unificadamente, una especie de “zar de los alimentos” con atribuciones ejecutivas especiales.
Cuando el pasado 15 de febrero escuché el rumor de que Evo haría un cambio en el Gabinete, pensé que nombraría a este ministro plenipotenciario. Qué decepción cuando me enteré, poco después, que los cambios sólo afectarían las carteras de Cultura, Trabajo y Comunicación, y que las causas de la remoción de los ministros eran de tipo ordinario: desencuentros administrativos y desavenencias personales. Me quedó claro que el Gobierno no ha comprendido el tamaño del desafío que enfrenta, y que seguirá inflándolo con su incomprensión de las leyes del mercado.
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