El intenso calor me golpea como una bofetada al abrir la puerta del vehículo. El sol refleja una mezcla de ocres y verdes intensos. Me bajo y al pisar la tierra seca y arcillosa un torrente de emociones fluye del panorama que se aglomera en mi mente. Me encuentro en Boquerón, en el corazón del Chaco Boreal, en el infierno verde. Durante el viaje de más de 600 kilómetros desde Asunción por la carretera Transchaco, que es tan recta como una regla, las voces de mis difuntos abuelos Gustavo y Alberto, excombatientes de la Guerra del Chaco, vuelven a mi memoria.
De niño escuché historias de la guerra contadas con mucha emoción por mis abuelos, y sobre todo del Fortín Boquerón y los acontecimientos que ocurrieron en la tierra en la que ahora camino. Conseguir transporte de Asunción a Boquerón no es fácil, nadie va allí y menos los bolivianos. En las agencias de viajes de la capital de Paraguay me miran raro cuando pregunto por Boquerón, me dicen que los pocos turistas bolivianos que visitan Paraguay nunca mencionan el Chaco, menos Boquerón; todos quieren ir a Ciudad del Este o a las Cataratas del Iguazú. Esto es sólo un reflejo de la inconsecuencia, en la mente y conciencia del boliviano moderno, respecto de uno de los episodios más trágicos y a la vez más heroicos de la historia de Bolivia.
Que lástima que las palabras del teniente coronel Manuel Marzana, heroico protagonista del drama de Boquerón, se desintegren en el olvido de sus compatriotas: “Tengo el convencimiento de que generaciones futuras de Bolivia sabrán aquilatar en su justo valor la inmolación de los soldados que en defensa espartana del solar patrio dejaron a la posteridad un ejemplo, una enseñanza más y el recuerdo de un episodio que lo reconocen todos”.
El Fortín Boquerón es hoy un museo establecido por el gobierno paraguayo para conmemorar la victoria de ese país en la toma del 29 de septiembre de 1932, luego de cruentos y sangrientos combates, donde una fuerza de 15.000 combatientes paraguayos se enfrentaron a 619 defensores bolivianos que resistieron un cerco de acero y fuego por 21 días. La Batalla de Boquerón es comparada con la épica Batalla de Termópilas del 480 aC, donde una reducida fuerza de griegos enfrentó a un inmenso ejército persa en desigual proporción de 1 a 40, deteniendo su avasallador avance por siete días. Boquerón como Termópilas son lecciones universales de valor y heroísmo en las cuales un grupo de hombres se sacrifican por un ideal superior de patriotismo, pese a saber que su posición está perdida.
El encargado del museo, José, se sorprende al saber que soy de Bolivia. En sus cuatro años de servicio no recuerda a ningún visitante boliviano. En realidad, son pocos los visitantes paraguayos, me dice al ofrecerse como guía. El calor se intensifica y los mosquitos atacan toda piel descubierta con un zumbido ensordecedor. José viste shorts; “no me pican”, dice con la naturalidad del guaraní acostumbrado a este ambiente hostil. Yo doy gracias por la eficacia del repelente y pienso en la universalidad de los mosquitos que no tienen nacionalidad y no obedecen a las artificiales restricciones geográficas impuestas por el hombre.
José me muestra lo que queda de las trincheras bolivianas emplazadas en el perímetro de protección del fortín. Los defensores de Boquerón, la mayoría integrantes del Regimiento Campos 6 de Infantería, bajo las órdenes de Marzana, eran competentes soldados y oficiales con meses y en algunos casos años de aclimatación al Chaco. Se podía decir que la competencia de los oficiales tenía una relación inversa con la distancia de los puestos de retaguardia. Los oficiales del destacamento “Marzana” se distinguían por su capacidad e integridad. Las fortificaciones fueron estratégicamente concebidas y muy bien construidas. Los mayores Germán Jordán y Alfredo Santalla, que tenían experiencia en la construcción de trincheras, dirigieron las obras. Se creó un campo de tiro, despejando la vegetación en un perímetro de un kilómetro alrededor de las fortificaciones. Las trincheras se hicieron “en redondo”, con nidos de ametralladoras en plataformas denominadas chapapas, en tal forma que el enemigo estaba expuesto a fuego cruzado en el campo de tiro. Hasta se usaron los abultados árboles de toborochi para emplazar puestos de francotiradores. Se abrieron refugios semisubterráneos en áreas estratégicas y fosos de lobo que eran zanjas con estacas diseñadas para retardar el avance enemigo. Todo esto fue elemento clave para la defensa.
Al caminar por las trincheras me imagino a los soldados del fortín agazapados en sus puestos de combate, agobiados por la sed, el calor y los mosquitos. Sus manos firmemente puestas en sus armas, sus mentes y espíritus transportándolos a sus hogares, sus pueblos, sus ciudades, recordando a sus seres queridos, sus vidas antes del Chaco. Veo a Marzana visitando las trincheras, dando ánimo a sus tropas, invitándoles cigarrillos, preparándolos para el bautizo de fuego. Transpiro profusamente; estudios fisiológicos han determinado que en el Chaco Boreal un hombre necesita por lo menos 10 litros de agua al día para prevenir la deshidratación. Bebo un prolongado y restaurador trago de agua y me estremece el imaginar la imposible situación de los defensores de Boquerón.
Las órdenes de Marzana son terminantes. El Comando N° 368 el 25 de agosto de 1932 manda: “No abandonar Boquerón de ninguna manera, prefiriendo morir en su defensa antes que dar retirada. Quebrantar ofensiva paraguaya para desmoralizar al enemigo y, sobre todo, dar desmentido ante América propaganda paraguaya hecha en sentido incapacidad de nuestras tropas”. Marzana se da cuenta de la incompetencia del comando militar y su fatal desconexión con la realidad en el frente. El fortín es una isla en medio de un mar de tropas paraguayas. Bolivia no tiene una estrategia para salvar Boquerón y menos para continuar la guerra; la orden es una condena a muerte.
El 9 de septiembre la tierra tiembla, el cielo se enciende de fuego y ruge ensordecedora la artillería paraguaya, el ataque a Boquerón ha empezado con toda la furia y deshumanización de la guerra. Los defensores rechazan una y otra vez ataques frontales de la infantería paraguaya con letal eficacia. Los cuerpos de los caídos se acumulan frente a las trincheras bolivianas sembrando el “campo de tiro” de dolor y muerte, los gemidos de los heridos y el fétido olor a la muerte permean el fortín. El triste saldo de la batalla de Boquerón es de 2.800 muertos y 5.500 heridos paraguayos, 150 muertos y 100 heridos bolivianos.
El camposanto
José me muestra el cementerio; una enorme cruz patriarcal domina el campo sembrado de pequeñas cruces blancas erosionadas por el tiempo. Un sentimiento de melancolía invade mi espíritu al leer un letrero clavado al tronco de un árbol que anuncia en letras color sangre “Cementerio boliviano”
Mi guía señala un promontorio de tierra roja; “es la Tuca de Marzana”, me dice con un tono animado. La tuca o escondrijo es un refugio semisubterráneo construido de barro y troncos de quebracho donde Marzana tenía su puesto de comando. Según José, la tuca es original y no ha sido restaurada, me asombra su sólida construcción que resistió la artillería paraguaya y los embates del tiempo. Me dirijo a la entrada, mis ojos tardan unos segundos en acomodarse a la oscuridad y en el silencio escucho voces; me imagino a Marzana rodeado de sus oficiales y estafetas dando órdenes, analizando su imposible situación, esforzándose por prolongar lo inevitable. Dos veces aviones bolivianos habían dejado caer mensajes del comando supremo pidiendo que “se sostengan diez días más”, que “el alimento moral bien puede compensar las privaciones físicas”. Cómo comunicar estas proclamas a sus tropas diezmadas por el agotamiento, la sed, el hambre, los mosquitos y el fuego paraguayo. Cómo hablar de “alimento moral” a los que ven su heridas llenas de gusanos y gangrena, pudriéndose en vida.
Sólo dos veces se rompe el cerco infernal; el 12 de septiembre 40 hombres del regimiento Loa, bajo el mando del legendario capitán Víctor Ustárez, ingresan al fortín elevando considerablemente la moral de la tropa. El valeroso Ustárez, también conocido como el Charata Ustárez, es un explorador del Chaco, domina el guaraní, los pilas tiemblan al escuchar su nombre. Se dice que se escabulle tras las líneas paraguayas se confunde en ellas y hasta toma su rancho dejando en las paredes de los pahuichis mensajes insultantes. Cuatro días después de su hazaña, el Charata es abatido en una emboscada al intentar romper el cerco nuevamente para salir del fortín. Sus conocimientos del terreno, las lenguas chaqueñas y su valentía son irreemplazables. El 17 de septiembre se abre nuevamente una brecha en el cerco, el destacamento del teniente coronel Wálter Méndez logra introducir ocho cajas de municiones, comida y tres ametralladoras. En el combate se distinguen Méndez y Germán Busch junto con otros valientes integrantes de su regimiento. El corredor dura tan sólo unas horas; por instrucciones superiores y el intenso fuego enemigo la columna de Méndez se retira dejando que el cerco de muerte se cierre para no volver a abrirse. La falla del comando militar boliviano de no mantener viable el corredor que tan sacrificadamente había abierto la columna de Méndez para reabastecer el fortín de hombres y pertrechos, sella para siempre la suerte de Boquerón.
Un camión aguatero, reliquia de Boquerón, parece dormitar el olvido de los años. Apoyo mi mano sobre su desvencijado capote que ha adquirido con el tiempo una pátina cálida verde-ladrillo. Pienso en la sed de los combatientes, en lo precioso del agua en este calor infernal y en la posición estratégica de Boquerón con una laguna de agua fresca. Ésta no sirvió de mucho a los héroes de Boquerón porque sus aguas se contaminaron por los cadáveres en descomposición fruto de los cruentos encuentros. José me muestra la laguna, casi cubierta de plantas acuáticas, me aproximo a su orilla y empapo mi mano en sus aguas. Me siento privilegiado de conocer Boquerón, donde la valentía y la integridad de mis compatriotas marcaron un hito de heroísmo único en la historia de Bolivia. Los rostros de mis abuelos Gustavo y Alberto vuelven a mi memoria, me parece que sonríen con tristeza, sé que les hubiera gustado que esté aquí.
Los defensores de Boquerón han rechazado el ataque sostenido de una fuerza paraguaya inmensamente superior durante 21 días, se han agotado las municiones, la comida, el agua y las medicinas. El 28 de septiembre, Marzana manda: “No habiéndose recibido del Alto Comando ninguna orden que haga variar la situación del Destacamento, los oficiales y soldados se mantendrán en sus puestos de combate hasta el último sacrificio. En el asalto final se defenderá a todo trance a los heridos y enfermos. Jefes, oficiales y soldados del Destacamento ¡Subordinación y constancia!”. Marzana y sus hombres saben que todo está perdido, han sido abandonados por sus superiores y aun así están dispuestos a quemar el último cartucho por Bolivia. El 29 de septiembre cae Boquerón, 9.000 paraguayos ocupan el fortín, el comandante paraguayo de la Primera División del Ejército, coronel Carlos J. Fernández, no puede creer lo que encuentra: 240 escuálidos hombres y 250 heridos y muertos. Fernández no admite que una fuerza tan reducida haya podido frenar en seco el avance de su ejército de 15.000 hombres. Manda a recontar los cadáveres: la epopeya heroica boliviana es clara, la defensa de Boquerón es un hito de heroísmo y valentía protagonizada por un puñado de hombres que defendieron su patria hasta el último sacrificio.
Me despido de José, ha sido un buen guía, me dice que se alegra haber conocido a un boliviano y que yo haya visitado el fortín, le doy una propina, estrecho su mano y veo en sus ojos a un hermano. Me imagino a combatientes bolivianos y paraguayos estrechándose las manos al mediodía del 14 de junio de 1935 cuando las armas callaron en el infierno verde. El saldo trágico de la guerra fue de 57.000 bajas bolivianas y 43.000 paraguayas. Bolivia perdió 52.000 km2 del Chaco Boreal. Me alejo de Boquerón, el metálico monumento en homenaje al soldado paraguayo resplandece bajo el sol, el Pahuichi restaurado de la Comandancia del fortín se vuelve más pequeño y doy una última mirada a Boquerón, sé que nunca volveré. Saco de mi bolsillo un pequeño trozo de corteza de árbol que desprendí de uno de los quebrachos de la Tuca de Marzana, pienso en el valiente Marzana, en los defensores de Boquerón, en mis abuelos, en Bolivia. Un sentimiento de esperanza se va formando en mi espíritu, he aprendido mucho de la epopeya de Boquerón.
Nota: La Prensa
Camposanto boliviano en el Paraguay
junio 26, 2011
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