Seguridades

Tener seguridad en la vida es ciertamente un anhelo universal. El mismo “vivir bien”, que nadie entiende, supongo que incluye el tener un techo estable, comida y trabajo
seguros, seguridad contra enfermedades, robos y asaltos, y otras certezas que quitan la angustia del futuro y permiten realizar nuestras actividades de manera más relajada.
Y, sin embargo, la seguridad, como no dejan de poner en guardia los Evangelios, tiene un valor dual: junto a la valoración positiva, mediante las recomendaciones de ser cuidadosos y previsores frente al futuro, hay una crítica radical a quienes ponen en lo material la garantía de la vida plena, olvidando los bienes espirituales (fe, solidaridad, caridad, compasión).
Hay una seguridad del rico, la “del mañana”, que consiste en mecanismos de defensa y preservación de lo acumulado, muchas veces injustamente. Nace del miedo a perder lo que, en el fondo, no nos pertenece; de la ansiedad por mantener, con carácter exclusivo y excluyente, bienes creados para ser compartidos. Es, como fustigó Jesús, una falsa seguridad que lleva a la perdición.
Pero hay también una seguridad del pobre (la “del hoy”) que desea con toda justicia un empleo estable para llevar a su casa el pan de cada día y ahorros para mejorar sus condiciones de vida o para hacer frente a los imprevistos.
Sin embargo, la dualidad que reconocemos en los individuos con respecto a buscar seguridades, no se aplica a los gobiernos. El deber de los gobiernos es garantizar seguridades fundamentales no para sí (seguridad del Estado, le dicen), sino para todos los ciudadanos. Y eso se lo realiza mediante políticas adecuadas.
¿Cómo estamos en Bolivia en ese aspecto? Hay que admitir que el actual Gobierno ha asumido, por cierto con más irresponsabilidad que humildad, los ideales evangélicos de no preocuparse por el mañana.
Me referiré brevemente a cuatro clases de seguridad, para mostrar que vamos mal, y que la única seguridad es que no hay seguridades.
La seguridad de las fronteras es un mal histórico de Bolivia, fomento de cánceres sociales como el contrabando o el narcotráfico, sin mencionar la trata de personas. El solo hecho de que 128 mil vehículos hayan podido cruzar las fronteras delante (y detrás) de las narices de los que deberían cuidarlas, nos da una idea cabal de cuán seguro está el país.
A su vez, la seguridad jurídica de las empresas y física de la gente es un problema nacional, que está presente permanentemente en el debate público. Mientras tanto, nuestras ciudades siguen tan inseguras como siempre y los pocos negocios en el país se hacen “a su propio riesgo”.
La seguridad energética hoy parece cuento del pasado, con apagones eléctricos al orden del día, “gracias a la nacionalización” y a políticas cortoplacistas y demagógicas.
Finalmente, para cerrar con broche de coca, está la seguridad alimentaria: un tema que desafortunadamente está destinado a cobrar creciente importancia en el futuro del país, a raíz de las desacertadas políticas en contra de la producción agrícola, analizadas con profesionalidad en un reciente trabajo publicado por la Fundación Milenio (“Seguridad alimentaria en Bolivia”), cuya lectura recomiendo a mis lectores en busca de seguridades.

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