de los pozos de agua perforados por el Servicio Municipal de Agua Potable y Alcantarillado (Semapa), en sus respectivas jurisdicciones, ha devuelto actualidad a un tema que, como muchos otros, por lo recurrentes que son, ya forman parte sustancial de la idiosincrasia cochabambina.
El asunto, como es fácil recordar, es de muy antigua data. Ya a mediados de los años 90, comenzaron a producirse las primeras escaramuzas entre autoridades y vecinos de los municipios del valle bajo y Semapa cuando ante la persistente escasez de agua que sufría ciudad capital y las continuas demoras del Proyecto Múltiple Misicuni, se optó por la perforación masiva de pozos.
Como era previsible, pues el agua ya por entonces era un bien escaso objeto de múltiples disputas, la decisión de recurrir a los acuíferos del subsuelo de municipios adyacentes no fue bien recibida por quienes se sentían propietarios naturales de tan valioso recurso. Tras años de conflictos que año tras año fueron ascendiendo en intensidad se llegó a los feroces enfrentamientos de 1999 que dejaron muchas personas heridas en ambos “bandos” y dejaron también resentimientos, celos y recelos que ahora vuelven a aflorar con inusitada virulencia.
Esa, que en su momento fue conocida como “la Guerra del Agua”, fue sólo el prolegómeno de la que posteriormente pasaría a la historia con ese denominativo. Pero no se debe olvidar que el principal antecedente de lo ocurrido en 2000 fue la disputa entre Semapa y los mismos municipios que hoy reclaman la “devolución” de “su” agua, con los mismos sólidos fundamentos.
Al recordar esos hechos, podría creerse que nada ha cambiado durante los últimos tres lustros en nuestra región. Pero no es así. Sí ha habido muchos y muy importantes cambios, pero todos, sin excepción, consisten en la multiplicación exponencial de las dificultades y la disminución proporcional de las posibilidades de solucionarlas.
En efecto, la población cochabambina se ha incrementado tanto en la ciudad capital como en las ciudades aledañas; los acuíferos subterráneos han perdido buena parte de su caudal; no se ha hecho ninguna inversión significativa para habilitar fuentes alternativas de agua. Y lo que es peor: la única opción en la que se mantienen depositadas todas las esperanzas, el Proyecto Misicuni, que sigue siendo una ilusión antes que un proveedor sostenible y concreto de agua.
Hasta ahora, y desde que se produjo la primera “Guerra del Agua” --ahora más recordada como “Guerra de los Pozos” para evitar innecesarias confusiones-- todas las autoridades municipales, departamentales y nacionales han mantenido ante el problema una actitud coherente. Ha consistido en tratar de eludirlo, minimizarlo, postergarlo. Actitud muy parecida a lo que está ocurriendo ahora.
Es evidente sin embargo que tal manera de actuar no puede prolongarse indefinidamente sin exponer a nuestra región a consecuencias que sólo deteriorarán nuestra capacidad de convivencia armónica.
Por ello, se debe exigir a las autoridades superar la tendencia a eludir responsabilidades prevaleciente y, como un deber ineludible, afrontar el problema y buscar las soluciones más viables y equitativas… y hacerlo, además, de inmediato.
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