Carmen Frey recuerda difusamente a aquel hombre “alto y blanco que sacaba fotos” que conoció cuando tenía cinco años. Era el antropólogo alemán Jürgen Riester, quien se adentró en 1965 en el Amazonas para registrar el nombre de la niña junto al de los otros 49 indígenas que consideraba los últimos de la etnia guarasu’we. Casi 60 años después, aquella entonces menor de edad está ahora frente a otro investigador, pero en esta ocasión como matriarca de su comunidad, y para ser el argumento vivo que contradice la afirmación de Riester: los guarasu’we todavía existen. La huida de sus integrantes para escapar de la explotación de la goma, el abandono del Estado y su dilución con otras tribus los ha dejado heridos de muerte, pero no desaparecidos.
“Tener la oportunidad de mirar a los ojos a la misma Carmen, hoy madre de una gran familia, conocer su historia y cómo vive, es la prueba más patética de la fuerza de los guarasu’we y su determinación de enfrentar los más duros desafíos a lo largo de su historia para permanecer, permanecer y sentir orgullo de su estirpe; rescatar todo aquello que en su momento había sido sentenciado a la extinción”, escribe el investigador Juan Pedro Debreczeni en Guarasu’we. Fuerza y voluntad de un pueblo para no dejar de existir (2024). La publicación narra cómo la bibliografía académica dio por muerta a esta nación, descendiente de los guaraníes y una de las 36 reconocidas por la Constitución de Bolivia, para después evidenciar los esfuerzos de sus miembros para revivir su identidad cultural.
En el censo de 2001 de Bolivia, apenas nueve personas se reconocieron como guarasu’we o pauserna, como también se los conoce, mientras que en 2012 la cifra subió a 125. “Ya casi no queda nada de lo que los antropólogos del siglo pasado describieron. Están intentando recuperar su lengua y saberes, a partir de la memoria oral de sus abuelos y abuelas. Por eso el libro de Riester [Los guarasug’we. Crónica de sus últimos días (1977)], la fuente más valiosa sobre su historia, tecnología y cosmovisión, es casi como una biblia para ellos”, explica por teléfono Debreczeni, investigador del museo y repositorio Casa de la Libertad. Se ha perdido el uso del tipoy, los gruesos collares con miles de semillas o la búsqueda sagrada de la Loma Santa, la tierra sin mal donde descansa Yanaremai, quien era su máxima divinidad. Lo que ha trascendido es su determinación de diferenciarse de las otras comunidades tupi-guaraníes, reclamar una tierra propia que les corresponde por ley y transmitir su memoria a las nuevas generaciones.
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