Lo interesante de este proceso es que lo ideológico-político como tal está en un segundo orden. Así, mientras los jóvenes han logrado derrocar dictaduras y herido mortalmente a otras en Medio Oriente intentando construir en sus países sistemas democrático-participativos de gobierno, en España los “indignados” reclaman un sistema político más sensible, que deje de ajustar los cinturones de los más pobres y enfrente con decisión a los causantes de la debacle, en Tel Aviv demandan viviendas y no seguir recortando el presupuesto de salud y seguridad social, en Chile exigen mejor educación y equidad en su acceso, o en Londres expresan el cansancio de un régimen que se dice multicultural pero que carga fundamentalmente sobre los migrantes más pobres los costos de la pobreza y la violencia.
Estos movimientos utilizan un instrumento similar: la tecnología de la información, que ha abierto oportunidades de comunicación extraordinarias que rebasan, además, la capacidad de los Estados de censurar y reprimir, o los silencios interesados que rápidamente, empero, se ven desvelados, lo que permite, además, que no haya posibilidad de que haya corrientes específicas que se quieran aprovechar de ellos.
Probablemente, como se señala en algunos ámbitos académicos, se trata de los prolegómenos de un profundo cambio que sacudirá el planeta que como va no parece tener buen destino.
A los mayores niveles de conectividad existentes, que permiten la difusión de mensajes y conocimientos como nunca antes se ha visto; los mejores índices de expectativa de vida, al mismo tiempo que intolerables muestras de hambre aguda en varios lugares del mundo; el descenso del empleo tradicional, con los problemas que se generan en el ámbito de la autoestima y de orden financiero para sostener aceptables sistemas de seguridad social y un largo etcétera, deben aparecer propuestas de solución democráticas que estén dirigidas, ineludiblemente, a elaborar y aplicar mejores y más equitativos sistemas de redistribución de la riqueza que se genera.
Ese panorama exige, además, la recuperación de valores como la solidaridad y el respeto, reponiendo al ser humano en el centro de la atención. De nada valdrán —nos lo muestran las experiencias que se comenta— posiciones sectarias. Es de tal intensidad el movimiento que se requieren nuevas formulaciones políticas —en su sentido amplio—, pues con las que contamos aún responden a los viejos modelos excesivamente limitados por la confrontación maniquea.
Todo indica, pues, que estamos en los umbrales de un tiempo que será profundamente complejo, y es de esperar que quienes tienen la capacidad de enfrentarlo estén a la altura del desafío y puedan —como ha sucedido en otros momentos fundamentales de la historia del planeta— conducirlo hacia mejores estadios de relacionamiento civilizatorio.
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