Iba en tercero de secundaria cuando leí el primer libro de Harry Potter. La maestra nos pidió que lo viéramos, que se trataba “de un nuevo fenómeno literario mundial”. Debía tener 15 años cuando abrí “Harry Potter y la Piedra Filosofal”. Cuando lo terminé, casi de inmediato corrí por el segundo y el tercero. Cuando acabé, me enteré que la autora sacaría el siguiente ejemplar un año después. Y esperé, religiosamente, a cada fecha de estreno —en mi caso, dos veces por año, porque iba por mi edición en inglés y la otra en castellano—. Sí, yo soy un Potter fan.
Un buen día, a Warner se le ocurrió hacer las películas, un movimiento comercial más que previsible. Las dos primeras, de tono infantil, fueron de regulares a malas. Para la tercera entrega, llegó el mexicano Alfonso Cuarón, y le inyectó una estética diferente y un ambiente más oscuro. Por desgracia —aunque es considerada la favorita de J.K. Rowling— lo artístico no vende tanto en taquilla. Mike Newell fue elegido para la cuarta y nos dio una buena cinta. Pero, a partir de la quinta, la franquicia decidió apostar por David Yates, un británico al le quedó muy grande la quinta y sexta adaptación (una, demasiado pesada; la otra, prácticamente un chick-flick con magia).
Llegó la séptima entrega. Debido a la extensión del libro —y para maximizar la ventas, claro— Warner anunció que separaría la trama en dos películas. El reto estaba en la primera parte de “Harry Potter and The Deadly Hallows” (conocida como la 7.1, como si de una versión de software se tratara). Para quienes han leído el texto, saben que esa parte de la historia es lenta, escrita para agobiar al lector y desesperarle con la incertidumbre. Por supuesto, para fines fílmicos, eso sería un despropósito, así que Yates optó por una trama madura, explotar de coming to age del trío mágico y sus conflictos a nivel íntimo. Acertó.
Así, las expectativas para la octava entrega subieron. Por una parte, los fanáticos de la saga la veríamos por cierto valor sentimental; pero también por la duda sobre cómo llevarían un filme donde la acción sería la parte determinante. Y es que el séptimo libro se resuelve con el enfrentamiento final entre Voldemort y Harry Potter. Como preámbulo queda la (cansina) búsqueda de horrocruxes; lo que nos queda en la resolución son duelos de varitas, hechizos por doquier, muertes, venganzas, traiciones y redenciones. ¿Podía el cineasta con ese paquete?
Mi respuesta es afirmativa. Una franquicia no sólo revela la evolución de una historia, sino de todos sus implicados. En este caso, el crecimiento del director es evidente. Yates volvió a apostar por explotar un aspecto —como hizo en sus entregas anteriores, pero con poco tino—, por centrar su narración en un elemento. Apostó por el camino del héroe, por una cinta del bien contra el mal y punto. Y le funcionó. Tengo críticas en torno al tratamiento de algunos personajes (en especial, a Bellatrix Lestrange, de lo más rescatable en toda la serie), pero el producto final nos deja satisfechos. Si está usted familiarizado con la trama, le invito a seguir leyendo. Si no, le dejo una captura del filme para que detenga su lectura y le pido encarecidamente que confíe en mí y vaya a verla.
Comencemos. A mí me ha sobrado un poco la escena del escape de Gringotts, con la que empieza el filme. Sí, reconozco que es necesaria para fines de la trama original, pero a la postre, es sólo una aventura inconexa que se salva por un elemento (la espada de Griffindor). De ahí, Yates decide saltar de inmediato a la acción y buena parte de su relato en el capítulo de “La batalla de Hogwarts”. Aquí se ha tomado un par de licencias que no me molestaron. Por un lado, quita el relato de Albus Dumbledore por parte de su hermano Abethford (ya innecesario a estas alturas) y pasa de inmediato al asalto al castillo. Tampoco profundiza en este aspecto, el cual reduce a que Harry confronta a Snape y éste huye despavorido. Venga, que aunque en el momento puede incomodar la brevedad, se comprende minutos después.
Yates ha sido meticuloso en la defensa de Hogwarts. Las escenas de la preparación para la batalla son muy bien logradas (a instantes, recuerdan un poco al trabajo de Peter Jackson en “El Retorno del Rey”). Mientras el castillo se alista, Harry va en búsqueda de otro horrocrux. Aquí Yates se tomá, quizá, la mejor decisión posible. Mientras que Rowling no describe la destrucción de la Copa de Hufflepuff, el cineasta se toma la molestia de mostrarla. Así, nos manda con Ron y Hermione a la Cámara de los Secretos, donde la bruja clava un colmillo de basilisco en la copa. Ahí, tras lograr el objetivo, la tensión se rompe. Yates nos obsequia el beso entre ambos protagonistas (¡finalmente!) con mejor contexto que en el relato original de Rowling. Creo que no soy el único donde la sala de cine estalló en aplausos en ese momento. Del otro lado, Harry va en búsqueda de la diadema de Ravenclaw (Yates también se toma otra licencia romántica, pues antes de partir, Ginny y Harry se miran fijamente, a lo que el mago responde un lacónico “Ya lo sé” —un guiño a Han Solo con la princesa Leia en “La Guerra de las Galaxias”—).
Lo único que me ha disgustado es cómo Voldemort pierde fuerza como villano conforme avanza el filme. Lejos de ser un contendiente ejemplar, se le va desdibujando, al grado de convertirse en una caricatura de sí mismo. Ni siquiera cuando asesina a Severus Snape —un acto que, en el libro, se siente lleno de vileza— se percibe la maldad. Mal por Ralph Finnes, que apenas cumple. Pasa lo mismo con los mortífagos, en especial Bellatrix Lestrange. Mientras que en la quinta cinta, su enfrentamiento con Sirius Black es memorable, acá su muerte a manos de Molly Weasley es patética (eso sí, muy aplaudida también, con la cita de “Not my daughter, you bitch!”, incluída). Los únicos que reciben cierta profundidad son los Malfoy, pero tampoco basta. Del resto de la pandilla, se convierten en anónimos, en carne de cañón. Una pena, porque ese aspecto pudo ser más explotado.
Por otro lado, Yates hace muy bien en fortalecer a dos de sus secundarios: Luna Lovegood y Neville Longbottom. Luna es un personaje muy bien construido desde su aparición, y en esta cinta, tiene sus momentos como guía de Harry. A Neville —igual que en el libro— se le pone en un plano diferente, pues sin ser del trío protagónico, es una especie de lugarteniente en la lucha. El discurso que da frente a Voldemort y la escena donde decapita a Nagini son bien tratados. De cierto modo, Ron y Hermione ceden parte de su reflector y sus tareas (Luna, la sapiencia; Neville, la valentía) para que luzcan los héroes emergentes. Una decisión muy atinada.
Me parece que Yates ha conseguido ese balance entre un producto para el fanático —quien extrañará algunas cosas, pero no demasiadas— y para el neófito. Por supuesto, el director ha decidido incluir el epílogo, pero para esas alturas del filme, ya no nos importa demasiado. Se agradece mucho que el director haya optado por lo condensado, por un relato que, a lo sumo, durará como dos horas de metraje. Más que una adaptación, es un homenaje, un colofón a una aventura que ha durado más de una década, que ha recibido un sinnúmero de lecturas y que desencadenó una parafernalia sin precedentes en la literatura infantil. Al final, el resultado es una cinta disfrutable que dejará satisfechos a los espectadores casuales y nostálgicos a los que, como un servidor, llevan marcada una cicatriz en forma de rayo en el corazón.
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