Por eso, porque forma parte de un fenómeno mucho más amplio que el que corresponde al caso específico de Libia, el desenlace del conflicto ha sido recibido como una muy mala noticia por todos los gobiernos autocráticos que todavía prevalecen en distintos puntos del planeta. Y aunque todavía no se sabe el destino que le espera a Gadafi, es muy probable que todos los individuos que hasta hace no mucho envidiaban e intentaban emular su condición de autócrata supremo y fundador de una dinastía, hoy vean con preocupación su propio futuro.
Muamar el Gadafi es también importante porque era uno de los últimos exponentes de la mitología que durante los últimos 40 años ofuscó el entendimiento de varias generaciones de jóvenes en nombre de la lucha contra las injusticias atribuidas al capitalismo y a la modernidad occidental.
El paradójico contraste entre la pequeñez de la población libia (apenas 6 millones de habitantes) y la inmensidad de su riqueza petrolera que no se plasmó en una mejora significativa de la calidad del grueso del pueblo libio, pero sí en la acumulación de enormes fortunas en manos de los pequeños pero poderosos círculos allegados al “líder político y espiritual”, fue sin duda uno de los factores que desencadenó la ira popular.
El régimen de Gadafi se sostuvo durante cuatro décadas en la arbitraria distribución de la riqueza petrolera para premiar generosamente a quienes se le sometían y para castigar con cruel rigor a quienes se le oponían. Su defenestración puede también ser vista, por eso, como una lección dirigida a quienes pretenden consolidar sobre bases similares regímenes igualmente duraderos.
Tan o más importante que lo anterior es que lo ocurrido en Libia durante los últimos meses puso en evidencia uno de los rasgos más repudiables del sistema económico y político prevaleciente en el mundo desarrollado como es la doble moral de gran parte de los más influyentes políticos, empresarios e intelectuales. La pusilanimidad con que gran parte de los países europeos y Estados Unidos se hicieron cómplices de los crímenes de Gadafi por precautelar sus propios intereses —como siguen haciéndolo con otros similares— y la hipócrita agilidad con que contribuyeron a su defenestración cuando les pareció más conveniente, confirma que uno de los grandes males del mundo actual es la debilidad de referentes éticos y morales que trasciendan las conveniencias circunstanciales.
Todavía son muchos los países que pueden aprender de la dramática experiencia libia para no tener que sufrir en carne propia males similares. Es de esperar, por eso, que las lecciones que deja no pasen desapercibidas.
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