Kafka, entre otros

En este ensayo, con su acostumbrada precisión, Antezana recorre y señala las herencias kafkianas en la literatura boliviana 

Luis H. Antezana J. - Escritor
En lo que sigue, me ocuparé, básicamente, de indicar algunos ecos kafkianos en la narrativa boliviana. Un par de reflexiones sobre el universalismo (o cosmopolitismo) de Kafka será el umbral para dicha indicación.
Una de las connotaciones afines al cosmopolita como “ciudadano del mundo” es que este tipo de persona se sentiría “como Pedro en su casa” en cualquier parte del mundo. En el caso de Kafka, es casi un oxímoron pensar que su cosmopolitismo implicaría también la comodidad que supone esa connotación; pero es un hecho que ahora podemos encontrarle en cualquier parte y siempre —eso es lo importante— diciendo lo suyo. En otras palabras, Kafka no es de aquellos cosmopolitas que se mimetizan rápidamente en los nuevos entornos sino es uno que lleva lo suyo a los lugares a los que llega y que, además, muy frecuentemente, altera y hasta transforma el horizonte literario de sus otras (posibles) residencias. En su caso, esa economía doméstica —valga la redundancia— tiene mucho más que ver con la “extraña familiaridad” (Umheimlichkeit), de la que hablaba Freud, que con, digamos, un migrante y literal “sueño americano” —aunque Kafka, como sabemos, no haya ignorado América. Y, así, ancho, ajeno y, a su manera, propio, le podemos reconocer y considerar ubicuo. En esa metonimia, pese a las apariencias, no resulta nada incoherente encontrarle en todo tipo de situaciones, aun extremas: en el canon de la literatura occidental de Harold Bloom, por ejemplo, es decir, como representante de la totalidad del siglo XX y, un poco más allá, encontrarle como muestra excepcional de una “literatura menor,” de esas que, según Gilles Deleuze y Felix Guattari, se resisten a cualquier tipo de canonización vertical. (Kafka. Pour une littérature mineure, 1975).
Después de “Kafka y sus precursores” de Borges, sabemos que su versión literaria crea todo tipo de originales, pero no habría por qué limitarlos al pasado lineal sino, siguiendo a Walter Benjamin, bien podríamos considerarle errando laberínticamente para nombrarlo todo, futuro incluido y, ahí, sus influencias y posibles ecos no serían simplemente la utilización o aprovechamiento de sus logros sino elementos de su proceso de nominación, desplazado, en el tiempo, hacía muchos otros Sanchos que aprovechan los desquicios que provocan sus demonios (Walter Benjamin: Franz Kafka. Zur zehnten Wiederkehr sein Todestages, Franz Kafka: Beim Bau der Chinesischen Mauer). En breve: toda literatura kafkiana, previa o posterior al checo, sigue intentando agotar el mundo o, dicho sea a la Mallarmé, sigue intentando agotar el libro hacia el que debería devenir el mundo.

Original. En esta vena, Kafka sería el original de muchas versiones y de ahí, entre otros, el enorme alcance de su cosmopolitismo; pero, en su caso, es difícil asumir una diseminación inmediata, es decir, una que vaya directamente de Kafka hacia los kafkianos. La irreductible dificultad de su obra parece que exige intermediarios que ayuden a entenderlo. Un examen empírico de la recepción universal de la obra de Kafka probaría —estoy casi seguro—ampliamente este hecho. Cuando sale de su ghetto, Kafka transita siempre acompañado. La manera más fácil de asumir esta posibilidad es que —más allá de sus pocas publicaciones en vida— inclusive los más inmediatos lectores del grueso de su obra no pudieron evitar el puente tendido por Max Brod. Lúdicamente dicho, Brod es como el Borges de Cartaphilus —que también es Homero— o el Cervantes de Cide Hamete Benengeli: sin esos intermediarios no hay, en rigor, original para las versiones. ¡Qué habría pasado si, en efecto, Brod hubiera cumplido el mandato de Kafka!
Más tarde, a lo largo del tiempo y sus laberintos de publicación y lectura, sí es posible asumir lecturas más directas de la obra de Kafka, pero, en principio, la diseminación del grueso de su obra no radica en esa posibilidad, antes, hay, por lo menos, ese decisivo intermediario, ese Horacio que nos dio la noticia: Max Brod.
Este pequeño rodeo por la teoría de la recepción quiere apuntar a dos blancos: en primer lugar, a que la apropiación lectora de Kafka tiende a necesitar de intermediarios y, en segundo lugar, a que nuestro reconocimiento del cosmopolitismo kafkiano difícilmente puede evitar el impacto de esos metalenguajes. Por así decirlo, en general, asimilamos a Kafka ayudados o guiados por lecturas previas o paralelas. Junto con la instrumentalidad histórica de Brod, el cosmopolitismo del texto kafkiano sería no una obra —su obra— como núcleo de irradiación sino, más bien, un abigarrado conjunto de hilos propios y afines —y de múltiples colores. Como indican varios de sus estudiosos (Benjamin, Adorno, Robert, entre otros), Kafka mismo ya sospechaba este hecho: ese universo, su literatura, es como uno de sus más sugerentes y extraños personajes, es un Odradek, el personaje de “Las preocupaciones de un padre de familia.”

Odradek. Porque, como indiqué al principio, quiero destacar algunas huellas kafkianas en la literatura boliviana, debo subrayar que el Kafka que conozco —ese que reconoceré en autores bolivianos— es como ese Odradek, uno entornado de varios hilos discursivos, propios y ajenos. Puedo, por supuesto, realizar discernimientos, pero no puedo ignorar ese hecho. Mi recurso a las lecturas de Kafka es parte de la construcción de mi comprensión de su obra. Necesité de muchas ayudas para “entender” a Kafka. En rigor, llegué a él para tratar de entender El proceso de Orson Welles.
Como no entendía la película, decidí acercarme a la fuente: a la novela misma, que fue mi primera lectura de su obra, poco después leí el volumen traducido y presentado por Borges (La metamorfosis). Como seguía perplejo, pero ya algo fascinado, no cesé de perseguir lo suyo y leí, casi al unísono, otros textos suyos y manuales o estudios sobre su obra. Por ahí, por ejemplo, pero después de Kafka, leí a Brod que, en mi caso, no fue tanto el intermediario fático de los orígenes históricos sino otra propuesta hermenéutica más. A la larga, han pasado muchos años, creo “entender” a Kafka —y El proceso de Welles— y, claro, tengo mis discernimientos. Walter Benjamin y Klaus Wagenbach, por ejemplo, serían mis favoritos. Y, operativamente, muchos otros, según las circunstancias, me ayudaron y ayudan a entenderle. Solo guardo distancias con aquellas lecturas que, desde una cualquier hermenéutica, tienden a reducirlo a un único tema “fundamental.” Prefiero leerlo diverso y abierto. Por ahí anda el Kafka que suelo reconocer en otras partes del mundo.
Uno de los impactos de Kafka es el haber radicalizado las posibilidades de la ficción. A partir de él, ya no sólo se trata de narrar verosímilmente lo posible —criterio que, ahora, podemos aplicar hasta a la narración realista— sino de hacer verosímil aún lo imposible. Harold Bloom suele utilizar esa ruptura paradigmática para caracterizar la cuentística a partir de la segunda mitad del siglo XX y habla del cuento “antes de Kafka y después de Kafka.” Como una réplica, valga el término, podemos reconocer ese mismo tipo de ruptura en la narrativa boliviana cuando y desde que Óscar Cerruto (1912-1981) publica su libro de cuentos Cerco de penumbras (1958). Su impacto no desató un inmediato “efecto dominó” o algo por el estilo, pero, a la larga, mediando un par de cámaras de resonancia —como la consolidación de la renovación poética en Bolivia a partir de los

Nota: La Razon

 

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